Caída libre (Laurent Godin, 2017)

15 oct., 17 - 16 dic., 17

Galerie Laurent Godin (Paris, France)

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I.
¿Quién mueve las piezas en el tablero donde se decide el destino de una obra de arte?
El artista, por supuesto; el espectador (si es capaz de asumir el desafío), y el jugador principal, que suele
disfrazarse de azar, y cuya voluntad ni la dramaturgia ni la escenografía pueden subyugar.
Por eso algunos optan por dejar en libertad a ese protagonista imprevisible que, cuando el juego tiene lugar
a la intemperie, se manifiesta en la luminosidad atenuada momentáneamente por el vuelo errático de las
nubes: un aliento imperceptible que nos recuerda que la gracia solo visita a los corazones verdaderamente
silenciosos.

II.
El trompo gira
(casi)
sin desplazarse.
Gracias al trompo
los niños descubren el vértigo de la paradoja:
la velocidad inmóvil.
Colocar el trompo febril, desenfrenado, en la superficie plana de la uña es la máxima proeza del diestro;
erguirlo sobre el filo de la uña es atreverse a jugar con el juego
quebrantar lúdicamente sus reglas,
torcer los refranes,
jugar en serio.

III.
Explorar, jugar, transformar:
eso es la vida de los niños
y de los adultos.
La aparente inmovilidad de las culturas pequeñas
y el frenesí insaciable de las grandes civilizaciones
no hacen otra cosa.
Las formas laboriosamente trabajadas por el artista están ahí para decirnos que sin juego no habría ciencia,
ni civilización (ni sufrimiento)

IV.
Los sabios afirman que no se puede ocultar el sol con un dedo
Para eso están la noche
O la luna
O nuestra firme voluntad de negación
O nuestra desconfianza de la luz
O nuestra ceguera voluntaria
El miedo nos protege de nuestro pavor

V.
Se acerca
Y escapa
Una promesa que solo se proclama
para desdecirse
Un navío cuya carga es apenas viento azulado.
La barca flota inestable
vulnerable
inasible
¿insensible?
Las olas lamen su espalda desnuda
Solo nos llama para compartir
desde la distancia
su zozobra

VI.
Los artistas siempre tienen un programa. Podemos disfrutar de manera directa y superficial con la atmósfera
abrumadora y envolvente de la Capilla Sixtina; pero nuestra experiencia será apenas turística si no está
precedida por las largas horas indispensables para comenzar a incursionar por el programa conceptual que
Egidio de Viterbo le impuso a Miguel Ángel por orden de Julio II. Por eso la música y la poesía de los pueblos
ajenos suelen aparecernos tan desconcertantes y rara vez traspasamos sus umbrales para descifrar en ellos
otra cosa que las marcas del exotismo.
Como toda cosa valiosa, el acceso a una obra de arte no suele ser espontánea ni inmediata.

VII.
Nuestro espíritu
que es también materia
permite a nuestros ojos
disfrutar
la generosa superficie de la piel ajena
y la de los lienzos;
agradecer
el esfuerzo del artífice
que supo amar a la tela,
que es el cuerpo de su obra.
(André Chastel decía que el gran arte francés ha sido posible porque ha estado sustentado por un innumerable
ejército de artesanos de mirada exigente y dedos precisos)
Solo es artista el que ha sabido ser artesano.

VIII.
Pocas aventuras estéticas son tan hondas y fecundas como el trampantojo.
Muchos contemporáneos de sor Juana Inés de la Cruz pensaban que un buen artista no solo es capaz de
engañar al ojo humano sino también a la mosca o la lagartija que sucumben a sus “engaños coloridos”.
Pero Andrea Pozzo nos hizo ver la fuerza subversiva de este lenguaje: el trampantojo nos obliga a ser
conscientes de que nuestros sentidos tienen la costumbre de mentir; de que en nuestra boca el trigo no
siempre es pan y que el vino, aunque embriague, puede ser en realidad sangre incandescente. Por haberlo
olvidado, la razón razonante fue capaz de lanzarse por un despeñadero.

IX.
Hace algunos años, Gilles Deleuze escribió un texto repetitivo y lleno de alforzas donde parecía divertirse
plegando y desplegando la palabra pliegue para intentar dar cuenta de la experiencia del espectador ante el
arte barroco. Pero la clave de ese lenguaje (de esa manera de ver el mundo y de vivir en el cosmos) no es la
profusión sino la dirección. El barroco es un sistema estructurado por unas líneas de fuga que impulsan a la
mirada más allá del cuadro o del fresco. Su punto focal es el vacío.
El arte barroco es eficaz si y solo si la obra está orientada hacia un polo externo apenas perceptible y de-
finitivamente inasible. La pintura es en realidad tridentina si el aire flota entre sus trazos. Ese barroco es
pues el arte de los vectores tensos y de un doble vacío construido para evocar una ausencia. Es un arte cuyo
propósito es hendir el firmamento, permitir la irrupción gozosa de lo que no cabe en el cuadro ni en la vida.
(Tal vez la intuición de Roland Barthes fue más certera que la de Deleuze o Foucault).

X.
El horizonte es una línea que no sabe estar quieta. Por eso erramos siempre en busca de alguna brújula que
nos engañe, que nos extravíe con sus promesas de certidumbre.

 

Alfonso Alfaro
Historiador de la Arquitectura y escritor mexicano, especialista en la obra de Luis Barragán.

https://www.laurentgodin.com/gonzalo-lebrija-2017